martes, 21 de enero de 2014

In dagas.


No subestimes el dolor que sufre un puño cerrado a causa de un recuerdo que se esparce desde el alma hacia los ojos. Pocas mentes has sabido descifrar cómo es ese tipo de sentimiento que hace que los dedos de tus pies se estremezcan, el sentimiento en el que te sientes físicamente activa y mentalmente débil, ese tipo de momento en el que tu vida no te satisface lo suficiente. Eso es lo que hace un dolor agudo que no se ve, sólo se siente, penetrante, permanente y perenne, que sigue ahí aunque a veces creas que no está porque te distraes, pero que vuelve a dolerte repentinamente cuando la vida se pone en tu contra de nuevo y hace que vuelvas a recordar, recuerdos que se cruzan en la mente como dagas afiladas y al rojo vivo. Un recuerdo o un instante, una palabra, un gesto, un lugar, un olor, un sonido, una sonrisa, una palabra, una mano que sujeta la tuya, una caricia en el pelo, un bostezo que termina en risa, un insulto que resulta ser broma; y a veces esas cosas parecen que no están, a veces esas cosas cobran sentido con el tiempo y se vuelven más valiosas a medida que las recuerdas, y aprendes a valorar y a no olvidar nada, porque en un futuro puede servirte para acudir a esos recuerdos y que te den de nuevo la vida que desperdicias haciendo cosas inútiles o que simplemente no te llenan. A veces esas cosas también te destrozan por dentro si quieres revivir todo aquello, porque sabes que se han ido y no volverán, que sólo te queda crear nuevos recuerdos encima para engañarte y decir que los antiguos nunca estuvieron –aunque siempre estén-. A veces, sólo a veces, es normal echarlo de menos y ser imbécil -o feliz-.
Lo cierto es que no puedo huir de eso porque estás en todas partes, estás siempre aunque no quiera verte y te evite en cada esquina, lo cierto es que estás en todo lo que hago y en todo lo que miro, en la ternura de un bebé que duerme plácidamente, en la impaciencia de una anciana con prisas, en el suelo que piso y en el amanecer que nunca presencio, estás en un “buenos días” y en el último bocado del último donut, estás en mi tinta -y en tu salsa-. Vienes y vas como si quisieras estar conmigo sólo a ratos -y a tus anchas-, vigilando siempre a dónde voy y qué cantidad de veces soy capaz de decir que no tengo hambre. Estás cuando me desvelo y creo estar sola y encontrarme en ningún lugar, perdida, pero ahí estás, observando con tranquilidad absoluta cómo me doy cuenta de que has aparecido en frente mía y me miras en silencio y sonriendo. Y te vas, como siempre, sin decir palabra, como si te sirviera ver que estoy viva y te conformaras con eso. A veces lo odio, y otras muchas, la mayoría,
haces que saque de mi esa parte que no sabía que existía. La parte en la que no tengo miedo de mirar fijamente a alguien, la parte en la que salto fuera de la timidez y de lo absurdo, la parte que me gusta de mi, solo eso.
¿Hasta cuándo estarás dispuesto a seguirme? Ingenuo, sé que estás ahí, y sin embargo, no sé ser yo, sin ti.

Fotografías mentales de momentos preciosos.


jueves, 9 de enero de 2014

El placer de escribirte.

Ella te escribía, sólo por el placer de recordarte. Sus primeras líneas comenzaban con suspiros y se iban escribiendo poco a poco en una piel suave, tu historia y su historia. A más suspiros más escribía, por eso decía que vivía por y para ti, cuanto más te recordaba menos aire le quedaba. Así mil y una cosa más a tu favor. Empezó a describir su mejor momento contigo, y cómo su cuerpo estaba hecho de escalofríos, que la rodeabas con toda tu ternura, que la besabas y después posabas tus labios sobre ella como si te preocupara que su piel se acabara.

Sabe reconocer cosas bonitas cuando las ve, y sobretodo cuando las siente. Y de repente un escalofrío era bonito, simplemente porque eras el motivo.

No quería irse del momento, ni del día, ni del lugar, no quería que el sol se escondiera ni que las vías del tren os dedicaran una banda sonora. Sólo deseaba sumergirse en el momento sin ningún miedo, cerrar los ojos y sentir como poco a poco dejaba de existir.
Ese momento se convirtió en otra razón más para quererte. Tú sonreías, esa sonrisa que acabó siendo suya. Tu forma de abrazarla hizo que encontraras su mirada, y tuvisteis una conversación en silencio, en la que decías que cada vez la querías más y no entendías por qué. Ella cada vez era un poco más tuya y la tenías un poco más cerca.

"Él es una brisa", decía. "Una brisa que te acompaña el paseo mientras vas distraída, te acompaña la voz cuando hablas y el silencio cuando callas. Él te acompaña y te sonríe, es una brisa en forma humana."

Ella estaba totalmente refugiada en cada palabra que salía por la punta de su lápiz. Como inmersa en él, ~y en sus brazos~.
Cogidos de la mano, la brisa y su musa, se miraban cada cinco segundos y medio para creerse que estaban ahí de verdad. Hablaron durante horas para no inventarse un mundo en el silencio, ~o en sus ojos~. Ella miraba a su acompañante admirada, risueña y con una gran calma. Le observaba mientras se reía, y comparaba ese instante con todos los momentos felices que había vivido. No supo decidirse porque lo sabía, que los instantes siempre ganan. Instantes que valen oro, que se guardan bajo llave y bajo tortura, que aguantan pérdidas de memoria y demencias. De vez en cuando apartaba la mirada y se centraba en otra cosa, porque él era demasiado para una mente creativa e inquieta. Demasiado bueno, demasiado dulce, y demasiada sensación de logro junta. Provocaba en ella un cambio al que tenía miedo, él hacía que sacara su verdadera personalidad, en realidad la hacía feliz. Se sentía dichosa y se preguntaba de dónde había salido semejante obra de arte tan bien dibujada, y si podía quedarse con él, al menos para que la convirtiera en una musa menos gruñona.
Paró de escribir, ansiaba que desapareciera ese dolor de su pecho, se ahogaba, respiró muy hondo y esperó, esperó el mismo tiempo que esperaba para volver a mirarle. Colocó de nuevo el lápiz sobre el papel:
- "Mi brisa..."
Su brisa la salvó, le regaló cinco segundos y medio.